Del 'guarapo' al 'englobado', un diccionario recoge las palabras de los colombianos
Las investigadoras que lideran el proyecto del Diccionario de colombianismos nos cuentan cómo han encontrado y definido las más de 8.000 palabras que componen el léxico característico de los colombianos.

BOGOTÁ, Colombia
Por: Emma Jaramillo Bernat
En una entrada similar a la de Cien años de soledad, Gabriel García Márquez cuenta aquella vez, no en la que el padre de Aureliano Buendía lo llevó a conocer el hielo sino cuando su abuelo le mostró, por primera vez, un diccionario.
Esa noche, en la que le puso el mamotreto sobre su regazo, se le despertó tal curiosidad por las palabras que aprendió a leer más pronto de lo previsto, un hecho que marcó su destino como escritor.
“Nunca lo vi como un libro de estudio, gordo y sabio, sino como un juguete para toda la vida”, dice García Márquez en el prólogo del Diccionario Clave de uso del español actual, publicado en 1997.
Y es que los diccionarios deben ser eso: juegos. Deben parecerse menos a los académicos y más a los verdaderos dueños de las palabras: a la gente de la calle, que es quien las usa y las inventa.
Ese es el objetivo del Diccionario de colombianismos: acercar las palabras colombianas a los colombianos. Registrar, en algún lugar, ese español divertido e ingenioso, para que no se pierda.
Del ‘botaratas’ al ‘amarrado’, del ‘bambuco’ al ‘currulao’, cada palabra que inventamos esconde el relato de lo que somos.
Por eso desde el 2015 un grupo de investigadores, liderados por María Clara Henríquez y Nancy Rozo, trabaja para crear un Diccionario de colombianismos, que tendrá entre 8.000 y 10.000 palabras y que se publicará en el 2018.
“Mucha gente nos pregunta para qué sirve un diccionario de estos, pero es recoger un patrimonio cultural, en el que estamos tratando que no se pierda la identidad: así se dice acá, así se dice allá. Ese papel es muy importante”, cuenta María Clara, quien es la coordinadora del proyecto.
Al comienzo solo había un pequeño grupo de investigadores de la Academia Colombiana de la Lengua, liderado por María Clara y compuesto principalmente por becarios, que tenía la intención de ampliar un breve diccionario de colombianismos que ya existía.
Este grupo se puso en la tarea de buscar palabras que se hablaran en Colombia y no en España (esa es la definición técnica de un colombianismo). Buscaron en diccionarios regionales, en el Diccionario de Americanismos, en periódicos, en revistas, en la música, en la televisión, donde fuera, como fuera, escuchando a la gente.
Poco a poco, desde el 2010 fueron recopilando información, hasta que consiguieron el apoyo del Ministerio de Cultura que, junto con la Academia y el Instituto Caro y Cuervo, les dieron el impulso que necesitaban para concretar el proyecto.
La historia en palabras
Desde la ‘ñapanga’, que “en la época colonial era una mujer mestiza que se distinguía por sus costumbres aristocráticas, belleza y vestimenta”, hasta el ‘gomelo’, una palabra que hoy se refiere a “una persona que manifiesta gustos de clase social alta en su forma de vestir, hablar y actuar”, el diccionario mostrará la evolución de las palabras y cómo ellas pueden contar la historia del país.
Cuentan, por ejemplo, que antes nos movilizábamos en ‘yipaos’, “un campero rústico adaptado para transporte de carga y personas en zonas rurales”, y no en carros ‘engallados’, “automóviles adornados con distintos accesorios”. O que tomábamos ‘agua de panela’ en vez de ‘gasimba’; ‘guarapo’ en lugar de ‘pola’, y comíamos ‘fiambre’ y no ‘corrientazo’.
Porque cuando algo sabe tan rico como la miel, como “un dulce elaborado con leche cortada y panela”, qué mejor que bautizarlo como ‘mielmesabe’; una preparación perfecta para alguien bien ‘boquisabroso’, como se le dice a “una persona que tiene un gusto y paladar exquisito para la comida”.
Y si ese ‘boquisabroso’, a pesar de su fino paladar, llegara a entristecerse, tendríamos otro postre para ofrecerle: ¿qué tal unas ‘alegrías’? Un dulce costeño hecho de coco y panela. En Colombia la alegría se puede comer. Como dice Nancy, “sería hermoso si nos pudiéramos alimentar de eso”.
Las metáforas continúan: está la ‘ropa vieja’, que es un tipo de carne desmechada, y hasta un plato que se llama ‘uña de gato’. O los ‘empedrados’, que es un tipo de envuelto en Boyacá, y también un plato del Pacífico.
La variedad gastronómica de las regiones se traduce en riqueza lingüística. De acuerdo con Nancy, “que seamos del trópico, que haya tanta variedad de climas, de regiones, de alimentos, de bailes” influye en que el colombiano sea tan creativo a la hora de inventar palabras, algo que, según dice, no es solo una cualidad nacional sino más bien “una recursividad propia del lenguaje”.
En el Tolima, por ejemplo, se hace una “especie de natilla elaborada con maíz, leche y panela, que se envuelve en hojas de plátano”, un plato que, debido a que no tiene un sabor tan fuerte, fue llamado ‘insulso’, palabra que también puede considerarse un insulto, sobre todo cuando se usa para referirse, con desdén, a alguien “falto de gracia y viveza”.
También —nos cuenta Nancy— tenemos el caso del ‘indio’, “que es una comida, pero que a su vez es una ofensa, como que usted es de poca valía, como ‘ser de ruana’, que es una cuestión despectiva, de clase”.
En Colombia muchas palabras se refieren a la diferencia de clases, más allá de la antigua ‘ñapanga’ y el actual ‘gomelo’. Los de clase alta son, por ejemplo, de ‘dedito parado’ o ‘hijos de papi y mami’, es decir, de alto ‘turmequé’, que “indica que una persona o evento son refinados”.
Curiosamente, el ‘turmequé’, o tejo, también hace referencia a un pasatiempo popular. Es “un deporte colombiano, de origen indígena, que se juega lanzando un disco metálico con el fin de introducirlo en un bocín o golpearlo para hacer explotar las mechas que se ponen sobre él”.
Pero quizá la palabra que mejor refleja esa lucha es ‘igualado’, término que se usa para describir a una persona que, no siendo de la misma clase de otra, pretende serlo. Son palabras fuertes, pero que se pueden decir con naturalidad en la vida diaria, a veces sin ánimo de ofender.
Otro ejemplo que dan las lexicógrafas es el de ‘rosado Soacha’, que hace referencia a un “rosado horrible”. En algún punto, difícil de rastrear, se relacionó el color con este municipio cercano a Bogotá.
Las palabras surgen así, arbitraria y espontáneamente, y el trabajo del equipo de investigación del diccionario consiste en intentar atrapar su significado, “sin darle ningún valor, sin decir si es bueno o malo, bonito o feo. Simplemente se usa”, afirma Nancy.
Llegar a la etimología (el origen o procedencia de las palabras, que explica su significado y forma) era un trabajo mucho más complejo, que requería tiempo y recursos, por lo que en el diccionario no se tendrá en cuenta este aspecto.
No obstante, se sabe que las palabras colombianas están impregnadas de la mezcla de lenguas, razas y culturas que conforman el país.
María Clara explica que, por ejemplo, en Nariño hay muchas palabras cercanas a lo quechua. En el diccionario también hay palabras de origen chibcha, aunque no se especifique esa información.
“Del Pacífico hay muchas palabras de lenguas africanas; están los cantos fúnebres, los alabaos. O los rituales en la Amazonía. Hay muchas palabras que tienen que ver con las costumbres ancestrales de las comunidades indígenas o afrocolombianas”, agrega María Clara.
El diccionario incluye, por ejemplo, la palabra ‘ombligada’, que es un ritual que se hace en el Pacífico, que consiste en que a los niños les recortan el ombligo al nacer, hacen un ritual y lo siembran cerca de la casa.
Muchas palabras del Pacífico evocan una sonoridad africana. Está el ‘kilele’, que es “una danza colectiva”, y el ‘bambazú’, como se le dice a “un malestar general que produce decaimiento”, que a su vez es el nombre de un “baile en el que los participantes simulan la enfermedad y su contagio”.
O está el ‘lumbalú’, “un ritual funerario de San Basilio de Palenque en el que los adultos realizan cantos y danzas durante el velorio. El lumbalú fue traído desde África por los esclavos que llegaron a América y es una expresión musical del dolor por la muerte de un ser querido”.
Las palabras, seres vivos
Las palabras no viajan solo a través del espacio sino en el tiempo. En Colombia permanecieron palabras del castellano antiguo que en España se perdieron.
Los dos casos más emblemáticos son ‘dizque’ y ‘sumercé’ (una evolución del ‘vuesa merced’ y de ‘su merced’), palabras que ahora remiten al mundo rural, pero que en realidad hablan de un pasado colonial.
En el camino muchas palabras se han perdido (antes en Bogotá, por ejemplo, se le decía ‘charol’ a la bandeja, o ‘asueto’ a las vacaciones), pero hay otras que, aunque ya no se usen, estarán incluidas en el diccionario, bajo la marca de obsolescente, porque son palabras que “perviven en el recuerdo”.
Aunque los campesinos del país usen ahora sandalias y botas, y no ‘cotizas’ o ‘alpargatas’, estas palabras hacen parte la historia colombiana, y permanecerán en las canciones, en los libros, en la cultura popular.
Pero mientras unas mueren, otras van naciendo. Con el proceso de paz han surgido nuevos términos como ‘desescalamiento’ del conflicto, ‘zonas veredales’, ‘restitución de tierras’, palabras que hoy son importantes, pero que solo el tiempo dirá si pasarán su prueba. Los ‘farianos’ y los ‘elenos’ harán parte del diccionario.
También se recogerán palabras vinculadas al narcotráfico, como el ‘raspachín’ o el ‘narcocorrido’, pero las investigadoras aclaran que el objetivo del diccionario no es rellenarlo con palabras que giren alrededor del tema de la violencia.
¡Ni de las groserías! Aunque hay que reconocer una cierta originalidad a la hora de inventarlas, por lo que estarán incluidas. “Las nombramos, ponemos los sinónimos, pero no ejemplos”, explica María Clara.
Con el tema naturalista también debieron ser cuidadosas, ya que en Colombia hay tantos animales, flores y árboles que podían hacer un diccionario solo con estos términos, de modo que escogieron solo los más representativos.
Nancy cuenta que fue así como descubrieron “la cantidad de árboles que han sido tan importantes en una comunidad, que hasta le terminan poniendo al pueblo el nombre del árbol. El yopo, por ejemplo”. Por eso la capital del Casanare se llama Yopal.
Macondo, el pueblo creado por García Márquez, también es el nombre de un árbol. Es un “árbol frondoso parecido a la ceiba, que puede alcanzar hasta los 40 metros de altura, de hojas grandes y flores rojizas, cuya madera se emplea en la fabricación de canoas”.
Las aves también tienen un aire poético, como la ‘mariamulata’, el ‘cucarachero’, el ‘alcaraván’, el ‘ave del paraíso’ o el ‘sirirí’, que no solo es un pájaro “que hace un gran escándalo cuando está anidando” sino que se usa para referirse a “algo que se repite con tanta insistencia que molesta y fastidia”.
El ‘picaflor’, la manera colombiana de designar al colibrí, también se usa para calificar a un hombre mujeriego, con tendencia a tener relaciones amorosas fugaces, conocidas a su vez como ‘gallinaceos’.
El lenguaje del amor es muy amplio. Hay múltiples sinónimos para besos, aventuras, romances y traiciones...
Como dice María Clara, hay decenas de palabras para “todo lo que son vicios”, y también para las características de las personas, “sobre todo si son defectos”.
Para referirse a un gordito está la ‘llanta’, el ‘banano’. A alguien con algún signo de locura se le dice ‘rayada’, ‘englobada’, ‘tostada’, ‘chiflis’, ‘chifloreto’…
A los golpes se les dice ‘totazo’, ‘chichazo’, ‘guarapazo’. A la fiesta, ‘rumba’, ‘foforro’. A la borrachera, ‘pea’, la cual generalmente deriva en una fuerte resaca, o ‘guayabo’.
Las palabras son miles, y el propósito es que el diccionario se siga construyendo entre todos los colombianos. Como abrebocas, se lanzó un libro de postales y una cartilla con juegos para niños y grandes, pero la publicación definitiva del diccionario será en el 2018.
Aunque inicialmente se va a imprimir en papel, la idea es que después tenga un formato digital en el que, a través de la página del Instituto Caro y Cuervo, la gente pueda colaborar para ampliarlo y mejorarlo.
La idea es que sea un diccionario vivo, cambiante, divertido, para jugar con él —parafraseando a García Márquez— desde los cinco años hasta los cien.
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