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Said, el “veterano” de los palestinos del centro de Bogotá

Este hombre, de 81 años, llegó a Colombia en busca de nuevas oportunidades. Allí construyó una vida: aprendió español por su cuenta, tuvo diez hijos y ha pasado más de 50 años vendiendo ropa en el centro de la capital.

Emma Jaramillo Bernat  | 06.03.2019 - Actualızacıón : 09.03.2019
Said, el “veterano” de los palestinos del centro de Bogotá Said Amat Makhluf, migrante palestino radicado en Colombia, atiende 'Nablos', uno de los almacenes de ropa que tiene en el centro de Bogotá, en la carrera novena con calle once. (David Rubio - Agencia Anadolu)

BOGOTÁ

Por: Emma Jaramillo Bernat

“Mi nombre es Said Amat Makhluf. Yo llegué a Colombia el 5 de septiembre de 1960. Me bajé en Cartagena, nunca puedo olvidarme, una tarde como a las 4 de la tarde, hora colombiana. Duré allá como tres, cuatro días. No me gustó porque mucho calor en Cartagena, y por cierto que no sabía hablar (español) ni nada, ni hay quién me explique, entonces yo cogí en esta época un avión y vine para acá, a Bogotá, como a medianoche. Vine y me quedé como en un hotel. Al otro día pregunté, por señas, dónde hay árabes, y me dijeron: en la carrera novena con calle once”.

Allí llegó. Y es ahí donde está, 58 años después.

Said atiende 'Nablos', un local de ropa donde vende principalmente vestidos de primera comunión, de novia, y trajes de gala para dama y caballero. Vestidos elegantes para cualquier ocasión.

Una de las vendedoras le pide cambio para un cliente que acaba de hacer una compra en 'La Estrella', uno de los tres locales que tiene arrendados en el sector. El tercero lleva su nombre, pero con un apóstrofe y una ese al final, como en inglés, como diciendo que ese lugar le pertenece: 'Said's'.

Él busca y saca un billete.

-Tenga mi amor, le dice.

Al fondo suenan los vallenatos de Olímpica Estéreo, una emisora colombiana de música popular.

Said lleva 50 años en esos locales. Los ocho años anteriores, apenas llegó, se la pasó con la maleta al hombro, “golpeando puertas, vendiendo telas a crédito y de contado, porque en esta época era todo muy sano, la gente muy sana, una ciudad muy pequeña. Yo creo que en esa época la capital no tenía más de un millón y medio de habitantes”.

“Yo vine acá porque aquí había mucha comunidad palestina, y a uno siempre le gusta donde hay más gente, donde es la capital del Estado de Colombia, como es Bogotá. Entonces aquí —en esta misma calle— me contacté con mis paisanos y me ayudaron, y salí a trabajar. Cuando uno cuenta con otro paisano, apoyan el uno al otro, y había unos anteriormente que ya tenían sus negocios, sus almacenes, me ayudaron, me dieron mercancía para trabajarla. Claro, tenía que pagarla, pero uno se levanta”.

“Trabajé yo, y luché, en la calle y sin hablar, y hay veces tengo ganas de sentarme a llorar. Yo cargaba una maleta, muchas colchas, del año 60 hasta el 68”. Le provoca llorar porque ya no sabe si tiene sentido seguir haciendo lo que hace. “Hoy en día el cliente se mueve de precio, y más que todo mucha competencia, arriendos son muy costosos, más trabajadores, servicios, dominicales, salud, pensión, de todo. Yo tengo un gasto de muchísima plata, mucha plata, y estoy cansado. Yo a la edad mía debía descansar”.

Debería descansar, pero no tiene pensión, y su “señora” falleció hace dos años, un 10 de enero. Los días se le pasan más rápido en el centro, rodeado del caos. Se levanta a las cinco de la mañana, siempre, y prende el televisor para escuchar noticias de aquí y de allá. “Desde pequeño me gusta escuchar las noticias, y yo tengo satélite. Entran los canales árabes y más que todo entra el canal palestino, y siempre estoy pendiente”.

Le gusta la política internacional. Habla de Trump, de Siria, de Libia, de Irak, y sabe cuántos palestinos mueren a diario. Los recuerda mientras camina de arriba para abajo, hacia a la Plaza de Bolívar y de vuelta a la carrera novena, hacia la calle doce y de vuelta a la once, con las manos hacia atrás, sosteniendo un tasbih –una camándula de uso tradicional entre los fieles de la religión islámica–, quizá orando.

Said salió de su pueblo cuando tenía 11 años, cuando Beit Nabala fue destruido por las fuerzas israelíes en la guerra árabe-israelí de 1948. Con su familia se convirtió en refugiado. En esa época la ONU les daba una cartilla de alimento mensualmente: harina, arroz, aceite, garbanzos, lentejas. Así hasta que, a sus 23 años, cuando suspendieron las cartillas, empezó a buscar un país al cual migrar, un consulado en el que le dieran una visa. Y ese consulado fue el de Colombia en Beirut.

“Viajé en barco italiano, gratis. Duré casi un mes hasta que llegué a Cartagena. Salí de El Líbano, Alejandría, Atenas, Nápoles y Barcelona. Y de Barcelona hasta Guaira, en Venezuela. Casi 18 días, 20 días, en el Atlántico. Únicamente el agua y el cielo, el agua y el cielo…”.

“Después –y aquí ese después significa ocho años– traje a mi señora, porque ya tenía esposa en Palestina. Tuvimos acá 10 hijos: siete hijas mujeres y tres hombres, todos colombianos. Esa es la historia de nosotros”.

Cuando sus hijos crecieron —de la misma forma en la que lo hacían muchos palestinos del sector—, su “señora” le comentó: “Mire mijo, yo voy a llevar las niñas y los niños a Palestina, a educarlos, para enseñarles el idioma nuestro, para ponerlos en el colegio, y recién llegada allá les puso un profesor, para enseñarles también de hablar el idioma, porque no sabían hablar absolutamente nada, únicamente el español”. Durante diez años Said estuvo separado de su esposa e hijos para que ellos aprendieran su cultura, su religión, y supieran de dónde venían. Cuando regresaron, algunos ya eran mayores de edad. (Lee también: ¿Cómo llegaron los palestinos hasta el centro de Bogotá?)

Said también tuvo la oportunidad de volver a su pueblo, en 1974, luego de 14 años de haber llegado a Colombia. Lo recorrió acompañado de su primo mayor. Caminaron juntos recordando los lugares de su infancia, mientras Said le decía: “Mire, acá estaba la casa de fulano, aquí está todavía la mata de una breva, y árboles de esos que tienen espina. Llaman higo. No sé si usted los conoce. Y le da una flor amarilla al principio, que sale higo, pero bien dulce. Y acá estaba nuestra casa. Acá estaba la casa de ustedes”.

“Gracias a mi Dios yo tengo muy buena memoria”.

El que era su pueblo queda cerca del Aeropuerto de Tel Aviv, “ni siquiera a diez minutos en carro”. Pero cuando él viaja los oficiales israelíes de migración miran su pasaporte y le preguntan dónde queda Beit Nabala. Entonces él les dice: “Mi tierra está aquí. Esa tierra donde aterrizan los aviones, esa es tierra de mi pueblo”.

Antes de tener la nacionalidad colombiana, a Said no lo dejaban entrar a Palestina, ya que según las leyes israelíes los palestinos de la diáspora no pueden regresar. Así que cada vez que vuelve ingresa como colombiano, al igual que sus hijos. “Y cada vez que voy allá, a Palestina, voy donde está mi pueblo y se me caen las lágrimas y se me paran los pelos de ver lo que ha pasado. No existe”.

También, cada vez que va, descubre que no conoce a nadie, y que nadie lo conoce a él. No le dicen: ‘Don Said, buenos días’, ‘Don Said, cómo me le va’, ‘Don Said, que mi Dios lo bendiga’. “Yo vivo en un conjunto cerrado que tiene 54 apartamentos, y todo el mundo me saluda. La gente acá muy amable, y uno si respeta a la gente, la gente lo respeta. Ahora yo me siento colombiano. No me siento la verdad árabe, porque cuando yo viajo allá y duro dos, tres meses, prácticamente no me conoce la gente. Acá tengo más amistades y la gente me conoce acá en Colombia más que allá, y muchas gracias, muchas gracias”.

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